Una ciudad donde la gente lee

Me compré un libro.

Me pasa a veces como a los niños —y varios adultos que conozco— que no han pagado el chocolate y ya se lo están comiendo. Pues así yo. Salí de la librería feliz con los primeros párrafos ya saboreaditos. Al abordar al subte de la estación 9 de julio, los asientos estaban todos ocupados. Me recargué en la pared del vagón, junto a la puerta. Seguí leyendo.

Suelen preguntarme por qué me gusta Buenos Aires. Generalmente respondo «porque es una ciudad caminable». Pero ahora que lo escribo, también me gusta por otra cosa: Porque es una ciudad donde la gente lee.

En el trayecto había varias personas con libros abiertos. Se las ingeniaban, igual que yo, para acomodarse y seguir leyendo ante el apretujamiento que se provoca en algunos descensos-ascensos, más aún al ser viernes por la tarde-noche.

Me encanta andar metiendo los ojos en libros ajenos y ver qué están leyendo. Una mujer pelirroja llevaba bajo el brazo los «Cuentos reunidos» de Clarice Lispector, la edición de Alfaguara que está bastante nutridita. Otro señor estaba leyendo a Mario Bellatín; junto a mí, un niño andaba en Hogwarts con Harry Potter y un señor que lo acompañaba con «Ángeles y demonios». El niño y el señor eran estadunidenses, ambos leían y se hablaban en inglés. Los tres íbamos tan metidos en la lectura, que si no hubiera sido por el niño nos seguíamos de largo, pues el Rowling le avisó a Brown: Olleros.

¡Olleros!

También era mi estación. Nos bajamos los tres. Bellatín y Lispector siguieron de largo. Me gustó ver la conjunción de geografías y fantasías literarias que fueron a dar al mismo vagón. Me encanta Buenos Aires porque la gente se acompaña de lectura.

Pero como decía: Me compré un libro. Me dejé seducir por el título y su autor, «Océano mar» de Alessandro Baricco (Italia, 1958). Tres años después a esta novela publicó «Seda», un éxito editorial por todo el mundo.

A propósito de la seda, hay una parte de lo que leí en el subte que quiero compartir. Es un fragmento del segundo capítulo:

Tampoco hay que olvidar la historia de Edel Trut, que en todo el País no tenía rival en tejer la seda y por ello fue llamado por el barón...

(...)

—¿Qué ves, Edel?

En la habitación de la hija, el barón está de pie frente a la pared larga, sin ventanas, y habla despacio, con una dulzura antigua.

—¿Qué ves?

Tejido de Borgoña, de buena calidad, y paisajes como hay muchos, un trabajo bien hecho.

—No son unos paisajes corrientes, Edel. O por lo menos, no lo son para mi hija.

Su hija.

Es una especie de misterio, pero hay que intentar entenderlo, sirviéndose de la fantasía, y olvidar lo que se sabe, de modo que la imaginación pueda vagabundear en libertad, corriendo lejos por el interior de las cosas hasta ver que el alma no es siempre diamante sino a veces velo de seda —esto puedo entenderlo —imagínate un velo de seda transparente, cualquier cosa podría rasgarlo, incluso una mirada, y piensa en la mano que lo coge —una mano de mujer —sí —se mueve lentamente y lo aprieta entre los dedos, pero apretarlo es ya demasiado, lo levanta como si no fuera una mano, sino un golpe de viento, y lo encierra entre los dedos como si no fuera dedos sino... —como si no fueran dedos sino pensamientos. Así es. Esta habitación es esa mano, y mi hija es un velo de seda.

Sí, lo comprendo.

—No quiero cascadas, Edel, sino la paz de un lago; no quiero encinas sino abedules, y esas montañas del fondo deben convertirse en colinas, y el día, en atardecer; el viento, en brisa; las ciudades, en pueblos; los castillos, en jardines. Y si no queda más remedio que haya halcones, que al menos vuelen, y muy lejos.

—Sí, lo comprendo. Sólo una cosa: ¿y los hombres?

El barón permanece callado. Observa a todos los personajes del enorme tapiz, uno a uno, como si estuviera escuchando su opinión. Pasa de una pared a otra, pero ninguno habla. Era de esperar.

—Edel, ¿hay algún modo de conseguir hombres que no hagan daño?

Leí en silencio con el cuerpo recargado en la pared del vagón, de estación a estación, entre el barullo, la gente que sube y empuja, olvidando dónde estaba y feliz por haberme dejado elegir por páginas que me enternecen ante el amor de un padre por su hija, párrafos que por como están escritos, me reconfortan y hacen mejor la vida.

15 de agosto de 2009

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